Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo V: Tercera Aparición
La fecha para la próxima aparición se
acercaba y una alegría profunda animaba a
Francisco
y a Jacinta, pero no así a Lucía.
Su corazón estaba lleno de tristeza y pesimismo, hasta tal punto que casi se
decidió a no volver más a Cova da Iría.
Su madre había repetido tantas veces las palabras del Párroco sobre cómo todo
era obra del demonio, que le inquietó.
Hablando una vez el Párroco con el señor José
Alves, uno de los primeros en dar crédito a las Apariciones, le decía, “Eso es
invención del demonio”.
—“No, señor Cura”, opinó
Alves, “en Cova da Iría se reza y el demonio no quiere nada con
rezos”.
—“El demonio va hasta
el Comulgatorio”, replicó
el sacerdote.
—“El señor Cura ha estudiado y yo no”. El hombre
no discutiría con el Párroco.
Al anochecer del día 13, Lucía fue junto Jacinta y Francisco y les comunicó su decisión de no ir el próximo
día a la Cova. ¡“Nosotros vamos”! le
contestaron; “Aquella Señora nos mandó ir
allá”.
—“Yo hablaré con ella” –
declaró Jacinta y comenzó a llorar.
—“Por qué lloras”? –
le preguntó Lucía.
—“Porque tú no quieres
venir”.
—“No, yo no voy; y si la Señora pregunta por
mí, le dices que no voy porque tengo miedo que Ella sea el demonio”.
Y sin más demora, Lucía huyó desconsolada. La gente
estaba llegando ya para la aparición del próximo día y quería ocultarse de
ellos. Por la noche, pensaba su madre que estaba todo el tiempo divirtiéndose y
la reprendió: “Mira
aquí a la santita de palo apolillado: todo el tiempo que te sobra de andar con
las ovejas lo pasas jugando y de forma que nadie te puede encontrar”.
Llegó la mañana del día 13 de julio, y Lucía
estaba perturbada aún por la misma duda y confusión. Sin embargo, cerca de la
hora en que debían partir para Cova da
Iría, una fuerza interior que la niña no sabía explicar, la impulsó a
ponerse en camino. Su corazón transformado, todos los temores y dudas
desaparecieron. Con alegría, pasó por casa de los primos para mirar si aún
estaban allí. Estaban todavía allá los dos, arrodillados junto a la cama,
deshaciéndose en lágrimas.
—“Entonces ¿no vais”? –
preguntó Lucía.
—“Sin ti no nos atrevemos a ir” –
dijeron. Pero dándose cuenta de que Lucía había cambiado de
idea, se pusieron de pie.
—“Vámonos” – dijeron
juntos.
—“Estaba ya en marcha” –
respondió Lucía. Así salieron alegremente, los tres,
andando a través de la muchedumbre que llenaba los caminos a la Cova. No
pudieron apresurarse, porque muchas personas les detenían, pidiendo a los
pastorcitos pedir a Nuestra Señora
que les diese amparo especial.
De
izquierda a la derecha: Jacinta Marto, Lucía dos Santos, Francisco Marto.
La madre
de Jacinta, viendo que toda la gente iba hacia la Cova, tenía mucho miedo. Fue a la madre de Lucía. “Oh Comadre” – le dijo toda asustada – “vamos también
allá nosotras, que ya no volveremos a ver a nuestros hijos. ¡A lo mejor los
matan”!
“Déjalo” – respondió María Rosa – “si es cierto
que Nuestra Señora se les ha aparecido, Ella se encargará de defenderlos; y si
no lo es, entonces no sé lo que puede ocurrir”. Allá
fueron las dos madres llevando cada una, escondida, una vela bendita si por
acaso hubiese algo malo allá. Cuando llegaron, se ocultaron detrás de unas
matas y el corazón les latía temiendo en expectación algún mal venidero.
El señor
Marto, estaba plenamente convencido de la verdad de las Apariciones. Sabía
bien que eran falsas las acusaciones hechas contra él, contra los padres de Lucía y contra los sacerdotes. Los niños nunca se acostumbraban a mentir y no recibieron
aliento de nadie. El Párroco hasta
supuso que las visiones eran obra del demonio. Tío Marto valientemente había determinado seguir a sus hijos a Cova da Iría. “Y, así pensando”, confesó
él, “me
puse en camino. ¡La gente que para allí iba! Aunque yo no divisaba a los niños,
por los indicios de la multitud adivinaba que iban a la cabeza. En cierto
sentido me convenía más venir acá detrás; pero cuando llegué allá abajo no me
pude contener; lo que quería era estar cerquita de ellos. Pero ¿cómo? No se
podía atravesar por ningún lado. ¡Era una gran dificultad! A una de ésas, dos
individuos, uno de Rámila y el otro de aquí, de la tierra, de donde fue hasta
la autoridad, hicieron un círculo alrededor de los niños, para que estuvieran
más desembarazados y, al verme allí, me cogieron de un brazo diciendo: ¡‘Este es el padre! ¡Adentro’! Y vine a quedarme cerquita de mi Jacintica.
“Lucía arrodillada un
poco más adelante, pasaba las cuentas del Rosario y todos respondían en alta
voz. Acabado el rezo, se levanta, mira el oriente y grita: ¡‘Descúbranse!
¡Descúbranse, que ya viene Nuestra Señora’! Sí, observé algo así como una nubecilla cenicienta que se
detenía sobre la encina. El sol se nubló y comenzó a correr un aire tan fresco
que era un consuelo. No parecía que estábamos en pleno verano. La gente estaba
tan silenciosa que impresionaba. Entonces comencé a oír un rumor, un zumbido, a
modo de un moscardón dentro de un cántaro vacío. Pero palabras, ¡ninguna!
Pienso que sería como cuando la gente habla al teléfono ¡Que yo nunca he
hablado! Todo ello fue para mí una estupenda prueba del milagro”.
Muchos años después, Lucía proporcionó los detalles de esta aparición extraordinaria.
Con una ternura infinita, como la de una madre que se inclina sobre el niñito
enfermo, deseando fortalecer y consolar a los niños sobre la autenticidad de
las apariciones, la linda Señora sumergió a los tres en su luz inmensa y fijó
en Lucía su amorosa mirada. La niña,
por la alegría, no podía hablar. Fue Jacinta
a despertarla de aquel arrobamiento, que
le dijo: ¡“Anda! ¡Háblale! ¡Qué
Nuestra Señora ya está para hablar”!
Entonces
Lucía, mirando hacia la Virgen con sus ojos llenos de devoción amorosa,
preguntó:
¿“Qué me quiere”?
“Quiero que volváis aquí
el día 13 del mes que viene; que continuéis rezando el Rosario todos los días,
en honra de Nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin
de la guerra, porque sólo Ella les podrá valer.
Lucía,
pensando en su madre y las palabras del Párroco,
y queriendo solucionar las dudas de la gente, habló otra vez a su propio modo
infantil, “Quería suplicarle que
nos dijese quién es, y que hiciera un milagro para que todos crean que se nos
ha aparecido”.
“Continuad viniendo aquí
todos los meses. En octubre os diré quién soy, y lo que quiero. Y haré un
milagro para que todos crean”.
Comenzó
Lucía a presentar las necesidades que le habían encomendado. Nuestra Señora
contestó:
“Curaré a unos, y a otros no. En cuanto al
enfermito no lo curaré, ni lo sacaré de su pobreza, pero que él rece todos los
días el Rosario en familia”.
Lucía le cuenta sobre un enfermo que pedía
ir pronto al Cielo.
“Que no tenga prisa: Yo bien sé cuándo he de
ir a buscarle”.
Lucía pidió la conversión de alguna gente.
La respuesta de la Señora fue, como
con el niño inválido, que todos recen el
Rosario. Después para recordar a los niños su vocación especial e
inspirarles un mayor fervor y ánimo para el futuro, la Señora dijo:
“Sacrificaos por los pecadores, y decid
muchas veces y en especial siempre que hiciereis algún sacrificio: “Oh
Jesús, es por vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación
por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”.
“Al decir estas últimas palabras” –
Lucía más tarde describe lo que sucedió, “abrió de nuevo las manos, como en los dos meses anteriores. El
reflejo que esparcían me pareció que penetraba en la tierra y vimos como un mar
de fuego y sumergidos en él, a los demonios y a las almas, como si fuesen
brasas transparentes y negras o bronceadas, en forma humana que flotaban en el
incendio lanzadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con
nubes de humo que por todas partes se esparcían – como acontece con las chispas
y centellas en los grandes incendios – sin peso ni equilibrio, entre gritos y
gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor.
Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales
espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones hechos
brasas”.
Asustados, pálidos y como para pedir
socorro, los pequeños levantaron la vista hacia Nuestra Señora mientras Lucía
gritó, ¡“Ay, Nuestra Señora”!
La
Virgen explicó: “Habéis visto el
infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, quiere
Dios establecer en el mundo la devoción a Mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo
que yo os diga, se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra va a terminar,
pero si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra
peor. Cuando veáis una noche alumbrada por una luz desconocida, sabed que es la
gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por
medio de la guerra, del hambre y de la persecución a la Iglesia y al Santo
Padre.
“Para impedirlo, vendré a
pedir la consagración de Rusia a Mi Inmaculado Corazón y la Comunión reparadora
de los Primeros Sábados.
“En Portugal se
conservará siempre la doctrina de la Fe, etc.
“Esto no se lo digáis a
nadie. A Francisco, sí podéis decírselo”.
Lucía,
con corazón dolorido queriendo hacer algo heroico por su Señora, una vez más le
dice con abandono infantil: “Ud. ¿no quiere de mí
nada más”?
“No. Hoy no quiero nada
más de ti”.
Entonces se oyó una especie de trueno y el
arquito que allí se había colocado para las dos linternas, se estremeció como
si fuese un temblor de tierra. Lucía se
levanta y se vuelve con tal rapidez que hasta la saya se le infla como un
globo. Y apuntando para el cielo, grita:
¡“Ya va! ¡Ya va”! Y después de unos instantes:
¡“Ya no se ve”!
Desvanecida la nubecita
cenicienta que se detenía sobre la encina, tan pronto que se recuperan de su
emoción profunda, les rodean una muchedumbre implacable e inquisitiva de todos
diciendo a la vez, “Lucía, ¿qué ha dicho Nuestra Señora que
estabas tan
triste?
“Y ¿es cosa buena”?
“Para unos buena; para otros, mala”.
“Y ¿no lo dices”? – insisten.
¡“No! ¡No lo puedo
decir”! –
contestó con
determinación convincente.
Y la gente les apretaba, hasta casi
ahogarles. El padre de Jacinta,
atemorizado por la seguridad de sus hijos, sudando a mares, se abrió paso a
codazos, cogió a su Jacinta y se la
puso al cuello. Poniendo en la cabeza de la niña su sombrero, a fin de
defenderla del sol abrasador del mediodía, subió así el camino.
Aún en su escondrijo, las dos madres sentían
desfallecer. Cuando vieron la muchedumbre apretando a sus hijos, la madre de Jacinta gritó: ¡“Ay, comadre!
¡Van a matar a nuestros hijos”! Momentos después, sin embargo, se
sintieron aliviadas al ver a Jacinta en
brazos del padre, Francisco en
hombros de otro pariente y Lucía
bien segura en los brazos hercúleos de otro. Ese hombre era tan grande que la
madre de Lucía se distrajo de su
preocupación. ¡“Ay!
¡Qué hombre tan grande que allí está”! – balbució ella.
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