lunes, 19 de febrero de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima.

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 



Capítulo V: Tercera Aparición




    La fecha para la próxima aparición se acercaba y una alegría profunda animaba a

Francisco y a Jacinta, pero no así a Lucía. Su corazón estaba lleno de tristeza y pesimismo, hasta tal punto que casi se decidió a no volver más a Cova da Iría. Su madre había repetido tantas veces las palabras del Párroco sobre cómo todo era obra del demonio, que le inquietó. 

   Hablando una vez el Párroco con el señor José Alves, uno de los primeros en dar crédito a las Apariciones, le decía, “Eso es invención del demonio”.

   —“No, señor Cura”, opinó Alves, “en Cova da Iría se reza y el demonio no quiere nada con rezos”.

   —“El demonio va hasta el Comulgatorio”, replicó el sacerdote.

   —“El señor Cura ha estudiado y yo no”. El hombre no discutiría con el Párroco.
   Al anochecer del día 13, Lucía fue junto Jacinta y Francisco y les comunicó su decisión de no ir el próximo día a la Cova. ¡“Nosotros vamos”! le contestaron; “Aquella Señora nos mandó ir allá”.

   —“Yo hablaré con ella” – declaró Jacinta y comenzó a llorar.

   —“Por qué lloras”? – le preguntó Lucía.

   —“Porque tú no quieres venir”.

   —“No, yo no voy; y si la Señora pregunta por mí, le dices que no voy porque tengo miedo que Ella sea el demonio”.

   Y sin más demora, Lucía huyó desconsolada. La gente estaba llegando ya para la aparición del próximo día y quería ocultarse de ellos. Por la noche, pensaba su madre que estaba todo el tiempo divirtiéndose y la reprendió: “Mira aquí a la santita de palo apolillado: todo el tiempo que te sobra de andar con las ovejas lo pasas jugando y de forma que nadie te puede encontrar”.

   Llegó la mañana del día 13 de julio, y Lucía estaba perturbada aún por la misma duda y confusión. Sin embargo, cerca de la hora en que debían partir para Cova da Iría, una fuerza interior que la niña no sabía explicar, la impulsó a ponerse en camino. Su corazón transformado, todos los temores y dudas desaparecieron. Con alegría, pasó por casa de los primos para mirar si aún estaban allí. Estaban todavía allá los dos, arrodillados junto a la cama, deshaciéndose en lágrimas.

   —“Entonces ¿no vais”? – preguntó Lucía.

   —“Sin ti no nos atrevemos a ir” – dijeron. Pero dándose cuenta de que Lucía había cambiado de idea, se pusieron de pie.

   —“Vámonos” – dijeron juntos.

   —“Estaba ya en marcha” – respondió Lucía. Así salieron alegremente, los tres, andando a través de la muchedumbre que llenaba los caminos a la Cova. No pudieron apresurarse, porque muchas personas les detenían, pidiendo a los pastorcitos pedir a Nuestra Señora que les diese amparo especial.

De izquierda a la derecha: Jacinta Marto, Lucía dos Santos, Francisco Marto.

   La madre de Jacinta, viendo que toda la gente iba hacia la Cova, tenía mucho miedo. Fue a la madre de Lucía. “Oh Comadre” – le dijo toda asustada – “vamos también allá nosotras, que ya no volveremos a ver a nuestros hijos. ¡A lo mejor los matan”!

“Déjalo” – respondió María Rosa – “si es cierto que Nuestra Señora se les ha aparecido, Ella se encargará de defenderlos; y si no lo es, entonces no sé lo que puede ocurrir”. Allá fueron las dos madres llevando cada una, escondida, una vela bendita si por acaso hubiese algo malo allá. Cuando llegaron, se ocultaron detrás de unas matas y el corazón les latía temiendo en expectación algún mal venidero.

   El señor Marto, estaba plenamente convencido de la verdad de las Apariciones. Sabía bien que eran falsas las acusaciones hechas contra él, contra los padres de Lucía y contra los sacerdotes. Los niños nunca se acostumbraban a mentir y no recibieron aliento de nadie. El Párroco hasta supuso que las visiones eran obra del demonio. Tío Marto valientemente había determinado seguir a sus hijos a Cova da Iría. “Y, así pensando”, confesó él, “me puse en camino. ¡La gente que para allí iba! Aunque yo no divisaba a los niños, por los indicios de la multitud adivinaba que iban a la cabeza. En cierto sentido me convenía más venir acá detrás; pero cuando llegué allá abajo no me pude contener; lo que quería era estar cerquita de ellos. Pero ¿cómo? No se podía atravesar por ningún lado. ¡Era una gran dificultad! A una de ésas, dos individuos, uno de Rámila y el otro de aquí, de la tierra, de donde fue hasta la autoridad, hicieron un círculo alrededor de los niños, para que estuvieran más desembarazados y, al verme allí, me cogieron de un brazo diciendo: ¡‘Este es el padre! ¡Adentro’! Y vine a quedarme cerquita de mi Jacintica.

   “Lucía arrodillada un poco más adelante, pasaba las cuentas del Rosario y todos respondían en alta voz. Acabado el rezo, se levanta, mira el oriente y grita: ¡‘Descúbranse! ¡Descúbranse, que ya viene Nuestra Señora’! Sí, observé algo así como una nubecilla cenicienta que se detenía sobre la encina. El sol se nubló y comenzó a correr un aire tan fresco que era un consuelo. No parecía que estábamos en pleno verano. La gente estaba tan silenciosa que impresionaba. Entonces comencé a oír un rumor, un zumbido, a modo de un moscardón dentro de un cántaro vacío. Pero palabras, ¡ninguna! Pienso que sería como cuando la gente habla al teléfono ¡Que yo nunca he hablado! Todo ello fue para mí una estupenda prueba del milagro”.

   Muchos años después, Lucía proporcionó los detalles de esta aparición extraordinaria. Con una ternura infinita, como la de una madre que se inclina sobre el niñito enfermo, deseando fortalecer y consolar a los niños sobre la autenticidad de las apariciones, la linda Señora sumergió a los tres en su luz inmensa y fijó en Lucía su amorosa mirada. La niña, por la alegría, no podía hablar. Fue Jacinta a despertarla de aquel arrobamiento, que le dijo: ¡“Anda! ¡Háblale! ¡Qué Nuestra Señora ya está para hablar”!

   Entonces Lucía, mirando hacia la Virgen con sus ojos llenos de devoción amorosa, preguntó:

   ¿“Qué me quiere”?

   “Quiero que volváis aquí el día 13 del mes que viene; que continuéis rezando el Rosario todos los días, en honra de Nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque sólo Ella les podrá valer.

   Lucía, pensando en su madre y las palabras del Párroco, y queriendo solucionar las dudas de la gente, habló otra vez a su propio modo infantil, “Quería suplicarle que nos dijese quién es, y que hiciera un milagro para que todos crean que se nos ha aparecido”.

   “Continuad viniendo aquí todos los meses. En octubre os diré quién soy, y lo que quiero. Y haré un milagro para que todos crean”.

   Comenzó Lucía a presentar las necesidades que le habían encomendado. Nuestra Señora contestó:

   “Curaré a unos, y a otros no. En cuanto al enfermito no lo curaré, ni lo sacaré de su pobreza, pero que él rece todos los días el Rosario en familia”.

   Lucía le cuenta sobre un enfermo que pedía ir pronto al Cielo.

   “Que no tenga prisa: Yo bien sé cuándo he de ir a buscarle”.

   Lucía pidió la conversión de alguna gente. La respuesta de la Señora fue, como con el niño inválido, que todos recen el Rosario. Después para recordar a los niños su vocación especial e inspirarles un mayor fervor y ánimo para el futuro, la Señora dijo:

   “Sacrificaos por los pecadores, y decid muchas veces y en especial siempre que hiciereis algún sacrificio: “Oh Jesús, es por vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”.

   “Al decir estas últimas palabras” – Lucía más tarde describe lo que sucedió, “abrió de nuevo las manos, como en los dos meses anteriores. El reflejo que esparcían me pareció que penetraba en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en él, a los demonios y a las almas, como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, en forma humana que flotaban en el incendio lanzadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con nubes de humo que por todas partes se esparcían – como acontece con las chispas y centellas en los grandes incendios – sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones hechos brasas”.

   Asustados, pálidos y como para pedir socorro, los pequeños levantaron la vista hacia Nuestra Señora mientras Lucía gritó, ¡“Ay, Nuestra Señora”!

La Virgen explicó: “Habéis visto el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, quiere Dios establecer en el mundo la devoción a Mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra va a terminar, pero si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando veáis una noche alumbrada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, del hambre y de la persecución a la Iglesia y al Santo Padre.
“Para impedirlo, vendré a pedir la consagración de Rusia a Mi Inmaculado Corazón y la Comunión reparadora de los Primeros Sábados.

 Si atendieran mis peticiones, Rusia se convertirá y tendrán paz; si no, esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho, varias naciones serán aniquiladas. Por fin Mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia que se convertirá y será concedido al mundo algún tiempo de paz.

“En Portugal se conservará siempre la doctrina de la Fe, etc.
“Esto no se lo digáis a nadie. A Francisco, sí podéis decírselo”.


   Lucía, con corazón dolorido queriendo hacer algo heroico por su Señora, una vez más le dice con abandono infantil: “Ud. ¿no quiere de mí nada más”?

   “No. Hoy no quiero nada más de ti”.

   Entonces se oyó una especie de trueno y el arquito que allí se había colocado para las dos linternas, se estremeció como si fuese un temblor de tierra. Lucía se levanta y se vuelve con tal rapidez que hasta la saya se le infla como un globo. Y apuntando para el cielo, grita: ¡“Ya va! ¡Ya va”! Y después de unos instantes: ¡“Ya no se ve”!
Desvanecida la nubecita cenicienta que se detenía sobre la encina, tan pronto que se recuperan de su emoción profunda, les rodean una muchedumbre implacable e inquisitiva de todos diciendo a la vez, “Lucía, ¿qué ha dicho Nuestra Señora que
 estabas tan triste? 

     “Es un secreto”, responde ella.

    “Y ¿es cosa buena”?

    “Para unos buena; para otros, mala”.

    “Y ¿no lo dices”? – insisten.

¡“No! ¡No lo puedo decir”! contestó con determinación convincente.

   Y la gente les apretaba, hasta casi ahogarles. El padre de Jacinta, atemorizado por la seguridad de sus hijos, sudando a mares, se abrió paso a codazos, cogió a su Jacinta y se la puso al cuello. Poniendo en la cabeza de la niña su sombrero, a fin de defenderla del sol abrasador del mediodía, subió así el camino.

   Aún en su escondrijo, las dos madres sentían desfallecer. Cuando vieron la muchedumbre apretando a sus hijos, la madre de Jacinta gritó: ¡“Ay, comadre! ¡Van a matar a nuestros hijos”! Momentos después, sin embargo, se sintieron aliviadas al ver a Jacinta en brazos del padre, Francisco en hombros de otro pariente y Lucía bien segura en los brazos hercúleos de otro. Ese hombre era tan grande que la madre de Lucía se distrajo de su preocupación. ¡“Ay! ¡Qué hombre tan grande que allí está”! – balbució ella.




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