20 DE NOVIEMBRE.
DEDICADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA POR LA PÉRDIDA DE
JESÚS.
Rezar la Oración inicial para todos los días:
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh María! Durante el bello
mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro
Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono
de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas
flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas,
¡oh María!, no os dais por
satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan
y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros
hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y
la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la
inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de
este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en
separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del
mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos,
es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los
unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo
todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito,
procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os
es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados.
Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Un incidente doloroso acibaró el
corazón de María después de la feliz cesación de su destierro y de la vuelta a
su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos Esposos
se dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual. Confundidos
entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a visitar el templo,
partieron de Nazaret llevan do a Jesús en su compañía cuando frisaba en los
doce años de edad. Después de cumplir los deberes religiosos, dejaron la Ciudad
santa, formando parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en el grupo de los hombres y María en el grupo de
las mujeres; pero los niños podían indiferentemente agregarse a cualquiera de
los grupos.
Las sombras de la noche habían caído ya sobre la tierra cuando José y
María se reunieron en el lugar de la primera jornada. Al reunirse, la primera
pregunta de uno y otro fue la misma: ¿Dónde está Jesús? Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había
desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón de los
afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su completo
desquiciamiento, y si las trompetas del juicio hubieran señalado el momento de
la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que
experimentó al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y
amigos, penetraron desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño
los hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se desprendían respuestas negativas;
nadie daba razón de Jesús. La noche era tenebrosa como la pena que
embargaba a los dos despedazados corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo
las sombras de esa noche; pero no habría ninguno
como el de María.
Tomaron entonces solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los
arredrase ni el cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida madre
iban señalando la solitaria ruta, y de trecho en trecho se dejaba oír su voz
dolorida que llamaba a Jesús con la esperanza de que respondiese a sus
clamores. Así llegaron a la Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora
recorrieron diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes si por
acaso habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas
probabilidades era todo el resultado de sus investigaciones.
Cada momento que
pasaba hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la luz de su
vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que habla
perdido al único hijo de sus entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo
le era amargo sin él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de
sus enemigos? ¿Se habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil
dolorosos pensamientos cruzaban por su mente, despedazando su alma. Por tres
veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la noche transcurrían
dejándola sumergida en su dolor; hasta que, dirigiéndose otra vez al templo
para derramar allí sus dolorosas lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los
doctores de la ley, los maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de
sus labios.
—¿Quién es este prodigioso niño?
exclamaban algunos a pocos pasos de la Madre.
—Es
Jesús, mi hijo, dijo María, en los transportes de
su inmenso gozo; y acercándose al Mesías, le dice con una dulzura que revelaba
aún los últimos dejos de su pesar: “Hijo mío, ¿por qué has obrado así con
nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de aflicción…»
¡Ah! ¡Y con cuanta facilidad perdemos
nosotros a Jesús por medio del pecado! Por
un placer momentáneo, por la satisfacción de alguna pasión mezquina, por seguir
las máximas del mundo, por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos
su gracia y su amistad bienhechora, sin pensar por un momento que, perdiendo a
Jesús, todo lo perdemos. ¿Qué importan
entonces todos los bienes de la tierra, todos los honores del mundo, todos los
goces de la vida? “¿Qué
importa al hombre ganar un mundo si pierde su alma?» Pero lo que es más triste, es ver la indiferencia con que se mira la perdida
de Dios. Si se pierde la fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios para
recuperarla; si se pierde la salud, cuántos afanes por recobrarla; si se pierde
la estimación de los hombres, cuánta solicitud por encontrarla de nuevo. Pero
si se pierde a Dios, que es el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que
se derrame una lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su
amistad. Veamos en este dolor de María cuanto debe ser nuestro empeño por
encontrar a Jesús cuando tengamos la desgracia de perderlo por el pecado.
EJEMPLO
Desgraciado del que olvida a María
Hubo en una ciudad de Francia un joven, como tantos otros, que,
olvidando los principios de la religión, se entregó con avidez febril a la
lectura de libros impíos y licenciosos.
Como siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de
errores y máximas funestas que llenan las páginas de esas infames producciones
del infierno.
Perdida la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por
precipitarse en el abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió gravemente
su honor.
Devorado por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en
los brazos de la desesperación, en vez de buscar los del arrepentimiento, y
llegó a concebir la realización de un crimen mucho mayor que el que causaba su
desesperación: el
suicidio. En el paroxismo de su desesperación, no comprendía que
el suicidio en vez de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un
crimen a otro crimen.
Agitado por este sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se
precipitó un día desde lo más alto de la ribera al fondo de un caudaloso río,
creyendo que su mala acción permanecería secreta. Pero, por un prodigio
inexplicable, su cuerpo flotaba sano y salvo sobre las corrientes del río, a
pesar de los esfuerzos que hacía para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus
redes en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente se
apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de algún
accidente involuntario. Mas, cuando el generoso
pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugirió al infeliz
la idea de que la causa que le impedía sumergirse era un Escapulario que
llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su infancia.
Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la
corriente, y en el mismo instante se sumerge en el fondo de las aguas sin que
el pescador pudiera impedirlo.
Este
hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos más
ingratos, si se visten con la sagrada insignia de su Escapulario y que está
dispuesta a procurarles hasta el último momento medios de salvación.
JACULATORIA
Sálvanos, Madre piadosa,
de una vida disipada
y una muerte desastrosa.
ORACIÓN
¡Oh María! por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de
madre al verte separada por tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate
alcanzarnos la gracia de llorar siempre con amargas lágrimas nuestros pecados,
que han sido la causa de haber tantas voces perdido la amistad divina. ¡Oh mil veces desventurados los que pierden a Jesús sin
deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable compañía! No
permitas jamás ¡oh
madre nuestra! que insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos
tranquilos de los pérfidos goces del mundo, sin pensar que lejos de Dios existe
abierto a nuestros pies un profundísimo abismo.
¡Ah! perdiendo a Jesús, te perdemos
también a ti que eres nuestra más dulce esperanza, nuestro consuelo más puro y
nuestra más segura tabla de salvación. Qué haríamos sin ti, ¡oh estrella de los mares!
en medio de las tormentas que agitan la vida llenándola de peligros. Qué
haríamos sin ti, ¡oh consola dora de los afligidos!
en medio de las des gracias y contratiempos que siembran de pesares el
camino de la vida. Qué haríamos sin ti, ¡oh
inexpugnable fortaleza! en medio de las tentaciones que suscitan para
perdernos los enemigos de nuestra salvación.
¡Oh
María! somos tus hijos no nos
desampares; somos tus siervos, no nos olvides; somos tus vasallos, no nos
desconozcas. Llena de piedad y de misericordia alárganos tu mano protectora en
la hora del peligro; y si por desgracia sucumbiéramos, no tardes en venir en
nuestro auxilio y en ponernos a salvo hasta dejarnos en posesión de la tierra
feliz donde disfrutaremos eternamente de tu amabilísima compañía. Amén.
Rezar la oración final para todos los días:
ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh María, Madre
de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que
colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a
solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo,
que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos
por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la
fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas
del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia y
que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos
colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para
el porvenir. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1—Hacer
un acto de contrición detestando de corazón todo pecado.
2—Practicar
la virtud de la humildad ejecutando algún acto humillante o hablando bajamente
de nosotros mismos.
3—Hacer
una confesión con todo esmero para recobrar la amistad divina, si la hubiésemos
perdido por el pecado, o para afianzarla con el aumento de gracias que se nos
comunica por medio de los Sacramentos.
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