Día 29 de noviembre.
CONSAGRADO A HONRAR LA FELICÍSIMA MUERTE DE MARÍA
Rezar la Oración inicial para todos los días:
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo
resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo
brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde
donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas
flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh
María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores
cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son
las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una
madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus
pies es la de sus virtudes.
Sí; los lirios que Vos nos pedís son la
inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de
este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en
separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos
es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los
unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo
todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito
procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
El Sol de justicia no derramaba ya sobre el
mundo la luz de sus enseñanzas y de sus ejemplos; pero la Estrella de los mares
alumbraba aún con sus suaves resplandores el campo inculto y dilatado en que
los obreros del Evangelio sembraban semillas divinas. Jesús
había subido al cielo y María vegetaba aún en la tierra como una enredadera
separada del olmo que la sostiene. Lejos estaba su
tesoro y allí estaba su corazón. La tierra era para ella un doloroso
destierro, y en medio de los rigores de su ostracismo, se consolaba tan sólo
tornando al cielo sus miradas y respirando de lejos los aires puros de la
patria. Peregrina aun sobre la tierra, daba aliento
a los sembradores de la palabra divina, que a sus pies iban a deponer las
primeras espigas cosechadas en la heredad que había hecho fecunda la sangre de
su Hijo.
Cuando la Iglesia, fortalecida por la persecución, había afianzado sus
cimientos, su presencia era menos necesaria, y “como una segadora fatigada que busca el
descanso en medio del día, quiere reposar a la sombra del árbol de la vida que
crece cerca del trono del Señor.” Un ángel desprendido de la celestial milicia, vino a anunciarle que sus
deseos serian bien pronto realizados.
Retiróse María al lugar santificado por la
venida del Espíritu Santo para aguardar allí su última hora. Los apóstoles y discípulos congregados en gran número,
fueron a rendir a la Madre de Dios los postreros homenajes de su amor filial. Reclinada sobre su humilde lecho, los recibió a todos con
la afabilidad encantadora que le era característica.
Era
la noche: la luz pálida de una bujía alumbraba
aquella multitud silenciosa y conmovida que, deshaciéndose en torrentes de
lágrimas, rodeaba el lecho de la mujer bendita. Ella entre tanto, con rostro
sereno, pero en el cual se dibujaba un tinte melancólico que realzaba
admirablemente su belleza más que humana, fijó en todos sus hijos adoptivos
mirada cariñosa. Su voz dulcísima, resonando en el recinto fúnebre, los
consolaba prometiéndoles que no los olvidaría jamás; que, en medio de las
celestiales delicias, siempre abrigaría por ellos y por todos los redimidos con
la sangre de su Hijo un amor verdaderamente maternal. Clavó después sus ojos en el cielo; una sonrisa suave
como el último rayo de la tarde se dibujó en sus labios; un color más encendido
que el de la rosa de Jericó se pintó en su rostro embellecido con celestial
belleza. Acababa de ver que el cielo se abría en su presencia y que su Hijo
bajaba sentado en nube resplandeciente para recibirla entre las purísimas
efusiones del amor filial. Veía a legiones innumerables de espíritus angélicos
que venían a su encuentro agitando palmas triunfales y trayendo coronas
inmarcesibles para coronarla como Reina del empíreo. Arrebatada en inefable
arrobamiento, su alma se desprendió dulcemente de su cuerpo a la manera que el
lirio de los valles despide al marchitarse un último perfume. El ángel de la
muerte, a quien ningún poder humano detiene en su carrera, revoloteaba en torno
de esa humilde hija de David sin atreverse a herirla; pero si el Hijo pagó
tributo voluntario a la muerte, la madre hubo de someterse también a su
imperio.
Al punto, luz misteriosa bañó con
resplandores celestiales la estancia de María y cánticos que no ha escuchado
jamás oído humano, turbaron el silencio de la callada noche, cuyos ecos
repitieron los sepulcros de los reyes y las ruinas de sus palacios. María había dejado de existir; pero la muerte se
había despojado en su presencia de todos sus horrores: ella no fue más que un dulce y apacible sueño. Las
brisas de la noche, robando sus aromas a las flores del valle, soplaban
perfumadas en la fúnebre estancia, y el brillo melancólico de las estrellas
penetraba por entre sus rejas silenciosas.
La muerte es ordinariamente el reflejo de la
vida. María, cuya existencia fue enteramente consagrada a Dios, no podía
dejar de tener un fin adecuado a lo que fue su vida. María
murió a impulso del deseo de unirse al amado de su corazón. Su vida fue un
largo y prolongado suspiro de amor; su muerte fue el instante en que ese
suspiro se escapé de su pecho para ir a clavarse como una saeta en el corazón
de Jesús y no separarse jamás de ahí.
Por mucho que amase María a su castísimo cuerpo, su separación le era
grata, porque mediante esa separación iba a unirse con Dios. Si tanto anhelaba
ese momento el apóstol San Pablo, ¿cuánto lo
anhelaría aquella que no hizo otra cosa que amar? No hay un deseo más vehemente en el corazón del que
verdaderamente ama, que el de unirse con el objeto amado; por eso María, sí
vivía en la tierra separada de Jesús, era solamente porque cumplía la voluntad
de Dios, pero para ella la vida era un tormento y uno de los muchos sacrificios
que le fueron impuestos. Jamás recibió María noticia más fausta que la de su
muerte, y jamás un alma humana se desprendió más fácilmente de un cuerpo
humano. El fruto bien maduro se desprende del árbol con la más leve sacudida.
Así como la paloma, libre de los lazos que la tenían cautiva, emprende sin
violencia el vuelo a las alturas, así María, libre de Su cuerpo, voló a las
regiones del gozo eterno.
¡Qué
muerte tan envidiable! De todas las
ventajas del amor divino es ésta la más preciosa y la más apetecible. ¡Qué dulce es la
muerte para las almas que aman!
EJEMPLO
María, Auxilio de los cristianos
La bondadosísima Madre de Dios, no solamente
se complace en acudir en auxilio de las necesidades particulares de sus
devotos, sino que ostenta su misericordia y poder en las calamidades públicas
que afligen a los pueblos. Testimonio
fehaciente de esta verdad es la célebre victoria obtenida en las aguas de
Lepanto por las armas cristianas contra los musulmanes, que amenazaban con una
formidable flota a Italia y a la Europa entera.
Para conjurar este peligro, el gran
Pontífice San Pío V convocó a los príncipes cristianos para resistir unidos al
poderoso enemigo de la Cristiandad y de los pueblos. Respondieron
a su llamamiento Italia, España y Venecia, y con su auxilio se reunió una flota
de doscientas galeras tripuladas con más de veinte mil combatientes, bajo las
órdenes del denodado guerrero español Don Juan de Austria.
Aunque la armada cristiana era una de las más poderosas que había
surcado los mares de Europa, era inferior a la flota otomana en número y
calidad. Pero los cristianos, más que del poder de
sus armas, esperaban la victoria de la protección divina alcanzada por la
intercesión de María, que por disposición del Papa, era invocada en toda la
Cristiandad por medio del Santísimo Rosario. Animosos marcharon al combate los
cristianos bajo tan poderoso patrocinio, mientras que el turco ensoberbecido
con su poder se regocijaba de antemano de su triunfo.
Avistáronse las dos formidables flotas en las aguas del mar jónico, y
entraron en lucha el 7 de octubre de 1571. Al
tiempo de entrar en batalla, don Juan de Austria izó en el palo mayor de la
nave capitana una bandera con la imagen de Jesús crucificado que inflamó el valor
de los guerreros cristianos, y el estandarte de María se desplegó al viento en
cada una de las principales naves. A la sombra de estas gloriosas enseñas se
peleó con un arrojo invencible, hasta que tomada por don Juan de Austria la
nave capitana de los turcos y muerto su jefe, entró la confusión en la flota
otomana, y un grito de victoria salió ardiente y sonoro de los labios de los
soldados cristianos.
Entre tanto, el Papa, como un nuevo Moisés, oraba fervorosamente en el
fondo de su palacio, y una visión celestial le dio
a saber el triunfo de los cristianos en el momento en que la batalla se decidía
en su favor. La conmemoración de este fausto acontecimiento es el objeto de la
fiesta del Rosario, que celebra la Iglesia el primer domingo de octubre.
Un siglo después, el poder de la Media Luna se presentó de nuevo
amenazante bajo los muros de Viena con un ejército de doscientos mil hombres. Una cruzada de los príncipes cristianos, inspirada por el
Papa Inocencio XI y mandada por Juan Sobieski, rey de Polonia, reprodujo el
drama libertador de Lepanto. El día en que
debía librarse la gran batalla asistió Sobieski a la misa con todos sus
generales y se mantuvo durante toda ella con los brazos extendidos en cruz. Terminado
el sacrificio se levantó exclamando: «Vamos al encuentro del enemigo bajo la
protección del cielo y la asistencia de María.» Pocos
días después volvía al mismo templo a depositar a los pies de su celestial
protectora las banderas tomadas al enemigo.
JACULATORIA
Salud ¡oh Madre admirable!
lirio hermoso de los valles
y pura flor de los campos.
ORACIÓN
De San Ligorio para pedir una buena muerte
¡Oh
María! ¿Cuál será mi muerte? Cuándo yo considero mis pecados y pienso en ese momento
decisivo de mi salvación o condenación eterna, me siento sobrecogido de espanto
y de temor. ¡Oh Madre llena de bondad! el
único sostén de mis esperanzas es la sangre de Jesucristo y vuestra poderosa
intercesión. ¡Oh consoladora de los afligidos! no
me abandonéis en esa hora y no rehuséis consolarme en esa extrema aflicción. Si
hoy me siento atormentado por el remordimiento de mis pecados, por la
incertidumbre del perdón, por el peligro de volver a caer en él, por el rigor
de la Divina Justicia. ¿Qué será entonces? Si
Vos no venís en mi auxilio, yo seré perdido para siempre.
¡Oh María! antes del momento de mi muerte, obtenedme un vivo dolor
de mis pecados, un verdadero arrepentimiento y una entera fidelidad a Dios por
todo el tiempo que me queda de vida. Esperanza mía, ayudadme en esas terribles
angustias de la postrera agonía; alentadme para que no desespere a la vista de
mis faltas que el demonio procurará poner delante de mis ojos; obtenedme la
gracia de poder invocaros fervorosamente en esa hora a fin de que espire
pronunciando vuestro santo nombre y el de vuestro Divino Hijo. Vos, que habéis
otorgado esta gracia a tantos de vuestros siervos, no me la rehuséis a mí.
¡Oh María! yo
espero aún el que me consoléis con vuestra amable presencia y con vuestra
maternal asistencia; más si yo fuera indigno de tan inestimable favor,
asistidme, al menos, desde el cielo, a fin de que salga de esta vida amando a
Dios para continuar amándolo eternamente. Amén.
Rezar la oración final para todos los días:
Oración final para todos los días
¡Oh María!, Madre de Jesús,
nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos
obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros
agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo
servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo;
que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos
por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe
sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia
regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y
que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos
colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para
el porvenir. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1— Hacer
un cuarto de hora de meditación sobre la muerte de María, a fin de estimularnos
a vivir santamente para obtener una muerte dichosa.
2—Examinar
atentamente la conciencia para descubrir nuestra pasión dominante y aplicarnos
a corregirla.
3—Rezar
las Letanías de la buena muerte para alcanzar de Jesús, por mediación de María,
la gracia de tenerla feliz.
Presbítero Vergara Antúnez.
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