lunes, 11 de octubre de 2021

MES DE OCTUBRE CONSAGRADO A MARÍA A TRAVÉS DEL SANTO ROSARIO. DÍA 11.


 


—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…

 

 

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS



   Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que, confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la Iglesia.

 

 

   ¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.

 

 

   Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos eternamente en la Gloria. Amén.

 



 

DIA UNDÉCIMO —11 de octubre

 

 

Primera consideración sobre el quinto Misterio gozoso.

 

 

Del buen ejemplo y, de la recepción de los Santos Sacramentos.

 

 

   Aunque son varias las enseñanzas que podríamos sacar de la consideración de este Misterio, hemos de fijarnos solamente en el ejemplo que nos da el Divino Niño predicando en el templo de Jerusalén, y en el que nos ofrece María buscando sin descanso día y noche al Amado de su alma, sin tener reposo hasta haberle hallado. En cuanto a lo primero, hemos de notar que, a imitación de Jesús, debemos buscar siempre en primer término la gloria de Dios en nuestras determinaciones todas, y hasta en nuestras más mínimas acciones, pensando que toda obra buena, y aun indiferente; que practiquemos con esta recta intención de glorificar a Dios, y cumplir su voluntad adorable, ofrecida como un acto de amor suyo, será agradable a sus divinos ojos. No busquemos, pues, otra cosa en todo que la gloria de Dios, consagrándole hasta nuestro más mínimo pensamiento y deseo, hasta la más pequeña acción o movimiento de nuestra vista, ofreciéndolo todo por su amor, y sabiendo renunciar a cuanto no pudiésemos dirigir este fin; y cuando de procurar la gloria de Dios y cumplir su santísima voluntad se trate, no nos arredren los sacrificios ni las penalidades, ni capitulemos con las naturales inclinaciones, ni con las dificultades de ningún género. Miremos a Jesús, que amando tanto a su Santísima Madre y a San José, se aparta de ellos voluntariamente, sabiendo la amargura que en su ausencia iban a sufrir; y cuando la Santísima Virgen, con maternal ternura, le dirige como una amorosa reconvención, Jesús en su respuesta, nos enseña que la gloria de su Padre Celestial debe preferirse a todo, y que hemos de cumplir su santísima voluntad, sean cuales fueren los sacrificios a que este cumplimiento nos obligue.

 




   También hemos de predicar a imitación de Jesús, para atraer las ovejas extraviadas al redil del Padre de familias. Y si bien es cierto que no todos hemos de dirigir la palabra a las multitudes, hay otra predicación a la que todos estamos obligados, y es la que se refiere hizo San Francisco un dia que, diciendo á un hermano lego que iban a predicar, recorrieron las calles de la ciudad, regresando al convento sin haber desplegado los labios. —Padre—preguntó el lego— ¿no decíais que íbamos a predicar?  —Ya hemos predicado, hijo—respondió el Santo. —¿Cómo, Padre? —replicó el lego. A lo que San Francisco contestó, diciendo: “Hemos predicado con el ejemplo”.

 

   He aquí cuál ha de ser nuestra predicación. El ejemplo, sí; hemos de dar buen ejemplo en todo y constantemente, y de este modo haremos mucho fruto en las almas; pues, aunque nos parezca que el mundo se burla de nosotros y de la virtud que practicamos, es muy grande la fuerza del ejemplo, y quizá en aquellas personas que menos lo pensamos se graban las acciones de que ahora se mofan, viniendo más tarde que más temprano a convertirse esta semilla, en fruto saludable para sus almas. ¡Felices nosotros si salvamos, mediante el buen ejemplo, el alma de nuestros hermanos! pues que dice el Señor que salvaremos la nuestra. Y aunque, según nuestras circunstancias, no hemos de dejar de instruir a nuestro prójimo en las eternas verdades, ya sea en familia, ya en catequesis, en hospitales, cárceles, etc., no debemos olvidar que nuestra verdadera predicación ha de ser principalmente el buen ejemplo.

 

   Por último, podemos considerar en este Misterio cómo, a imitación de María, hemos de buscar sin descanso a Jesús en el Templo, mediante la recepción de los Santos Sacramentos, acercándonos a ellos con las debidas disposiciones. Y al ocuparnos ahora del de la Penitencia; recordaremos que siempre obliga el dolor, aunque se trate de confesiones frecuentes y no haya culpas graves, y que hemos de presentarnos ante el ministro del Señor como reos, no a juzgar, sino a ser juzgado, y confesarnos humildes, contritos, y con sentimientos de viva fe, que nos hagan olvidar la personalidad del sacerdote, no viendo en el confesionario sino al ministro de Dios. De este modo evitaremos caer en tantas y tantas faltas como en esta materia se cometen entre personas que se llaman piadosas, y que parece olvidan la santidad del Sacramento cuando hablan sin discreción de sus confesores, poniendo en tela de juicio lo que en el confesionario se dice y acercándose muchas veces a él, más preocupadas de cómo serán acogidas las impertinencias que van a contar al confesor, que de prepararse debidamente al acto siempre imponente y solemne, de la confesión. ¿Cuáles son los frutos de tales confesiones? la experiencia responde de manera desconsoladora a esta pregunta. Y aunque se dé escasa importancia a estas faltas, huyamos de ellas con saludable temor, pensando que santamente han de tratarse las cosas santas y que el mismo Dios vengará los ultrajes hecho a cosa tan grandemente santa como son los Santos Sacramentos.

 

   Lleguemos, pues; siempre a confesarnos convenientemente preparados, y con esa pureza de intención de la cual dice el P. Cormier, en los Entretenimientos citados, «que su luz hace desaparecer, el hombre en el confesor, y que aparezca en él Dios, y que ella es la medida de la calidad, y del número de gracias que van a descender sobre el alma. ¡Ah! Si supieran los bienes de que uno se priva, (continúa diciendo), buscando en la dirección de ministro de Dios su propia satisfacción y turbándose cuando no se encuentra. Los pretextos que se alegan para disimular esta manera de buscarse a sí mismo, no hacen otra cosa que añadir la ceguedad a la miseria. Pero si se busca a Dios solamente con humildad; si se tiene confianza en la virtud de su preciosa Sangre, entonces será suficiente una sola palabra, como dice el Evangelio: «Tantum die verbo.» La fórmula de la absolución, un consejo familiar, una palabra interior de la gracia, será suficiente para iluminar vivamente el alma, conmoverla profundamente, hacerla progresar, y darla fuerza inesperada para adelantar en la virtud.»

 

 


 

EJEMPLO

 

 

   Refiere Fr. Alberto Castellano, y lo cita el P. Morán, que en la ciudad de Leli (en Holanda), un joven de diecisiete años había cometido un pecado gravísimo. Cuando se confesaba se apoderaba de él tan gran vergüenza, que callaba aquel pecado, y pasaba a comulgar sacrílegamente. Predicaba en aquella ciudad, con gran fervor, el P. Conrado, de la Orden de Santo Domingo, exhortando a la devoción al Santo Rosario. Un día asistió este joven al sermón, y oyendo las excelencias del Rosario y los frutos de bendición que conseguían los que le rezaban devotamente, se conmovió, y mucho más cuando oyó que el predicador decía: «El Santo Rosario alcanza la gracia de una verdadera contrición, y de confesar enteramente los pecados.» Como el joven padecía esta dolencia espiritual, fué sin dilación a inscribir su nombre en la Cofradía, y comenzó a rezar todos los días el Santo Rosario. La Santísima Virgen oyó benigna á su devoto, y le alcanzó de su divino Hijo la gracia de una entera y verdadera confesión, la que hizo el joven derramando muchas lágrimas. Continuó después toda la vida rezando el Santo Rosario y murió santamente. (P. Morán)

 

 


 

SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO

 




 


   San Camilo de Lelis juzgaba la devoción del Rosario tan propia de los cristianos, y sobre todo de los sacerdotes, que habiéndole dicho uno de éstos que no tenía rosario, exclamó: ¡Ay! ¡ay! ¿Qué es esto? ¡He aquí un sacerdote sin rosario, un sacerdote sin rosario! (Revista del Rosario)

 

 



  El P. La Rue quedó un día sorprendido al hallar a Luis XVI rezando el Rosario. “Es una devoción, le dijo el rey, que me enseñó mi madre, y no quisiera, por nada de este mundo, faltar a ella”. (Lectura Dominical.)

 

 

 

ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO

 




   Predicó Santo Domingo a los pueblos el Rosario, por orden de Dios, para defenderlos contra las herejías y los vicios. (Pío IX.)




OBSEQUIO

 

 

   El obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a cada uno su devoción.

 

 

 

SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios Padre, bendiciendo a Dios, que os preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada Concepción. Por tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis pureza de alma y cuerpo, y que nuestras conciencias estén siempre libres, no sólo del pecado mortal, sino también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la virginidad a la maternidad divina. Por tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes brazos. (Avemaría).

 

 

ORACIÓN FINAL

 

 

   ¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos, aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios del santo Rosario, ni las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.


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